Pintura de Caravaggio: Judith y Holofernes, 1599
No me atrevo. Me asusta pensarlo.
Pero me gustaría. Me gustaría no volver a cortarme el pelo nunca. Me gustaría
dejármelo crecer hasta que me muera. Llevo fatal lo de acudir cada pocos meses
a una peluquería. Es una tortura. Una tortura de las gordas. Nunca salgo
contento. Siempre hay algún detalle que me desespera. Que si la patilla
demasiado larga. Que si demasiado corta. Que si el flequillo un poco disparado.
Que si en la coronilla el pelo se arremolina. Nunca he salido con una
sonrisa de una peluquería. En mi cara siempre hay un gesto de insatisfacción. Los peluqueros lo saben. No son tontos. Saben que no me quedo contento. He probado muchas peluquerías. Tal vez cientos. Cambio de peluquería cada dos
por tres. Lo de mi insatisfacción capilar viene de la infancia. Dicen que todo
viene de la infancia. Pero yo no me lo acabo de creer. Cuando era niño me
cortaban el pelo a lo cepillo. Nunca me gustó. Ser un cepillo. Yo quería tener
el peinado de John Travolta en la película Grease.
Yo quería tener a una chica como Olivia Newton John. Ya entonces apuntaba alto.
Pero no crecí mucho y enseguida me vi superado por los peinados ajenos. Tuve el pelo muy
corto. El pelo rapado al uno. También tuve el pelo muy largo. El pelo de un
anacoreta en una isla desierta. Después senté la cabeza y con la cabeza senté
el cabello. Ahora llevo un peinado sin adjetivos. Nada en él despierta la
narración. Es un peinado triste. Un peinado a secas. Fruto de mi eterna tristeza capilar.